miércoles, 26 de agosto de 2015

Viaje a Cuzco



1.
Solamente te tapan los ojos, te acuestan en una camilla, y te desnudan.
A tu alrededor o un poco más lejos o mucho más lejos (esto no lo sabrás hasta más tarde) hay personas que controlan algunos objetos curiosos y aparentemente irrelevantes. Una larga cinta sinfín que hace mucho ruido y trae y lleva agua; un automóvil con alas (pero que no vuela); un pasillo que imita perfectamente el de un hospital; una pared para practicar montañismo; tu propia madre o alguien vestido casi idéntico y con voz muy parecida; algunos ventiladores (muchos de ellos no funcionan); césped sintético mojado; tierra húmeda y una grabadora que repite de modo incesante tu nombre. A veces, si se consigue, se deja a muchos gatos jugando alrededor.
Estarás en la camilla con los ojos cerrados. A veinte metros de allí, en el pasillo ambientado como hospital, habrá mujeres vestidas de enfermera que actuarán como si de verdad eso fuera un hospital. En el césped sintético mojado (que estará a más de cien metros) se jugará un deporte simulado, en el que se pondrán en práctica, de modo teatral y casi abstracto, un sinfín de movimientos y malabares. Habrá público en las gradas. El público cantará canciones, gritará con fervor o dirá frases inconexas.  En el auto alado habrá un espacio libre para el conductor, pero estarán sentadas tres mujeres en el resto de los asientos. Ellas se mantendrán en silencio hasta que llegue el momento. Tu propia madre, o la actriz que la representa, estará en una habitación aparte, llorando.
Es fundamental esto que sigue: en algún momento te dormirás. Unos segundos antes de que te duermas, la voz del doctor te dirá que estás muriendo; que ya no tenés cuerpo y que has perdido a toda tu familia.

2.

“Oniroma” es una palabra que proviene del idioma griego. Viene de “oneirós”, que significa sueño, y “oma”, que más o menos quiere decir “bulto”. No tiene una traducción literal, pero significa algo así como “tumor de los sueños”.
Los sueños tienen narrativas. Pero sus narrativas son débiles y volátiles. En el sueño, la imagen onírica de la abuela desaparece y se convierte en la imagen de un perro, y creemos que la abuela es un perro. La identidad se trastrueca, se fragmenta, y admitimos con naturalidad esas permutaciones monstruosas. Ahora el perro que es la abuela no es más un perro y ya perdimos de vista a la abuela. Ahora es un jefe que tuvimos en un trabajo en el campo, cuando éramos jóvenes. En un trabajo en el campo que nunca tuvimos -pero en el sueño admitimos con naturalidad que sí lo tuvimos, e imaginamos escenas en ese trabajo, quizás cargando una camioneta con fardos, y el rostro del jefe se parece un poco al del marido de una amiga.
Durante el sueño, con los ojos cerrados, las figuras y colores que se forman en nuestra retina (los fosfenos) inducen ciertas imágenes y, con ellas, haciendo una interpretación arbitraria, disparatada, pero llena de significado, formamos el cuadro onírico.

3.
Alguna vez viajé a Cuzco. Ha cambiado mucho con respecto a los relatos de amigos que habían ido hace muchos años. O quizás ya no recuerdo tan bien esos relatos. A mi madre no le gustaba que hiciera viajes largos; por eso me quedé acá mientras ella vivía. Me pregunto si estará realmente muerta o si efectivamente su cuerpo se levantó de la morgue del hospital y ahora deambula por el mundo, como Cristo. Pero volvamos a Cuzco:
El viaje fue una travesía infinita que comenzó en un tren caluroso y hacinado. Las aspas de los ventiladores se escuchaban pesadas, chirriantes de óxido, y apenas emitían una brisa que en verdad era un caldo caliente de humedad y sudor. Por suerte había un hombre que hacía el viaje más ameno. Estaba vestido con ropa delicada, pero muy sucia; como si no se la hubiera quitado durante meses. Hacía trucos con bolitas de vidrio aplastadas y coloridas. Cuando terminaba de hacer su truco, esparcía las bolitas por el vagón y los niños acalorados y aburridos corrían para atraparlas. Siempre sacaba más bolitas (“gemas” las llamaba) y siempre terminaba su breve espectáculo arrojándolas al suelo. Durante el viaje conversamos hasta el vértigo. Se hacía llamar Doctor, aunque aclaraba casi con furia que no era médico y que no era argentino. Su nombre: Javier Amorino. O, con más brevedad, Doctor Amor. A mí esa abreviatura me parecía muy sospechosa, así que preferí desconfiar y no discutirle.
El Doctor Amor me contaba que una vez pudo dialogar con animales, en un contexto muy acotado y sometido a varias pruebas. Su primer diálogo fue con un gato. “Curiosamente, los gatos no hablan con su maullido. Hablan con su sigilo. Ese andar contoneado, más los mimos que se dispensan con las cosas, más los ronroneos, conforman una única unidad no significativa, que no comunica, pero que puede ser entendida si se hacen estudios y experimentos de doble ciego”. Afirmaba que los gatos tienen un idioma tan complejo como el de las abejas. “Se dice que las abejas hacen una danza, y de ese modo comunican dónde está el polen. Nada más lejano. La danza es apenas una partecita de un enmarañado proceso de comunicación. Las abejas, como los gatos, pueden expresar de modo sistemático un complejísimo estado emocional. Nosotros siempre tratamos de traducir su parte significativa, como si el significado tuviera alguna relevancia”
El Doctor Amor explicó que, en los últimos cuatro años, había estudiado el lenguaje de los sueños. “Los sueños tienen un componente arbitrario, pero pueden ordenarse e inducirse, si se los trabaja correctamente. Si yo quiero que usted sueñe con su abuela o con su perro, puedo hacerlo. Si quiero que se suicide durante el sueño, puedo hacerlo. El secreto es no solo inducir el sueño y jugar con ciertas conexiones emocionales importantes, sino también inducir sonambulismo. Para eso debemos activar la función motora mientras duerme”. Todo esto, según él, recibía el nombre de “Oniroma”.
Algunos de los niños, aburridos y acalorados, nos escuchaban y seguramente entendían. “Podemos poner en práctica ya mismo mi técnica. Le aseguro que es una experiencia maravillosa”, dijo el Doctor Amor. Acepté, porque yo también estaba aburrido y además el tren, que mantenía una marcha lentísima pero constante, estaba empezando a detenerse sin previo aviso y sin razón alguna en medio de un páramo cocinado por el sol de las tres de la tarde.
- Vamos a un camarote – dijo el Doctor Amor.- Voy a necesitar que se recueste sobre el catre, se desnude y se ponga este antifaz.
Mi desconfianza aumentó a niveles demenciales, pero por alguna razón (quizás hipnotizado por su entusiasmo) acepté. “Le pido que cuando se ponga el antifaz no cierre los ojos. El antifaz tiene un gel que activa una parte de la red neuronal. Recuerde que en sus ojos hay neuronas, así que la retina es técnicamente una parte del cerebro. Además, el gel le va a inducir un pesado sopor y en unos minutos estará dormido”.
El tren ya había parado del todo. Yo ya tenía los ojos cubiertos y estaba absurdamente desnudo en el cuchitril. Creí escuchar, lejos, que habían parado el tren porque a uno de los pasajeros se le escapó un gato y que, mientras abrían las puertas para buscarlo, se había escapado otro gato. Pensé, por un instante, en lo absurdo de que la gente viajara en tren con sus gatos y me los figuré blancos, con ojos azules, con enormes bigotes y con voz diáfana. 
Entonces el tren se sacudió violentamente. Otra formación de vagones que venía de frente impactó a gran velocidad (según supe después). Me levanté del catre, desnudo como estaba y vi el desastre. Muchos de los niños estaban cubiertos de sangre, desparramados por el comedor. Algunas madres lloraban desconsoladas (no tenían aspecto de estar heridas; y me resultó curiosa la profusión de sangre que salía de los cuerpos de los niños). El Doctor Amor no estaba allí, pero había dejado su ropa. Supe, un tiempo después (pero los tiempos eran confusos en medio del caos) que se había desnudado en el baño, que seguramente iba a violarme y que, a raíz del impacto, murió de un golpe de cabeza contra el espejo del botiquín. Volví al camarote, me puse la ropa y salí al desierto. Ya no estábamos muy lejos de Cuzco, a juzgar por la altura de las montañas. Se escuchaban las ambulancias. Recuerdo haber caminado como en trance, en medio de un hospital de campaña improvisado, tratando de alejarme del tumulto. Alcancé a escuchar que se necesitaba agua, urgente, y vi a una cinta sinfín bajando paquetes de medicinas de un helicóptero. Caminé varios kilómetros por una ruta de tierra que no estaba muy lejos de la vía. Hice dedo. Se detuvo un Volkswagen escarabajo con patente argentina, que tenía el dibujo de unas alas, y las tres mujeres (dos bolivianas y una argentina) que venían en él me propusieron que manejara yo. Una de las bolivianas (Carina) quería tener sexo conmigo y me abrazaba hasta asfixiarme mientras manejaba, poniéndonos en peligro en medio de la ruta.  Recuerdo que tenía sed y que estaba un poco perturbado por la oportuna muerte del doctor Amor y por su fallido intento de violación. El auto se detuvo en el desierto ya sin nafta; no parecía haber nada cerca. Entonces tomé violentamente a Carina, la eché fuera del auto, la obligué a apoyar sus manos contra el capó caliente, le levanté la pollera, le corrí la bombacha y la penetré mientras sus amigas festejaban a mi alrededor. Luego nos fuimos por el desierto, a campo traviesa. Me asombraba que el calor parecía haber disminuido. Encontramos montañas y nos propusimos escalarlas, porque, según decía una de las chicas, al otro lado estaba el pueblo. Subimos, sin equipo, sin precauciones, por una pared casi vertical. Una de las chicas cayó al vacío y murió. No nos detuvimos, llegamos a la cima, miramos alrededor, vimos un estadio de fútbol gigantesco montado sobre las laderas superiores de dos montañas de colores casi psicodélicos; en el estadio había unos payasos haciendo mímica y miles de personas, vestidas con camisetas multicolores, cantaban canciones de aliento. Cuando nos acercamos ya era de noche y por suerte el pueblo no quedaba demasiado lejos. Comimos unos extraños pescados fritos con patas; nos bañamos los tres en la pileta de un hotel, luego salimos a participar de un baile local y finalmente nos dormimos en la vereda, junto con otros festejantes, cuando ya salía el sol. Al mediodía o quizás a la tarde un grupo de viejitas nos iba despertando a todos los trasnochadores, con un té de hierbas, agua y jabón para lavarnos las manos y la cara.

4.

Mi madre no cree una sola palabra de mi viaje a Cuzco. Dice que lo soñé. Si así fuera,  me parece delicioso pensar que la clave para conectar un sueño con otro me fuera revelada en sueños por un exótico doctor en un tren a Perú. Como si dentro de los sueños se nos revelara alguna receta para hacer que esos sueños sean mejores, más coherentes y más disfrutables. Yo no creo haberlo soñado, pero precisamente ese es el efecto: si tu sueño es lo suficientemente coherente, no tendrás la sensación de que haya sido un sueño. Incluso un sueño muy incoherente puede ser sentido como coherente si es muy lúcido.
Sin embargo, mi madre tiene un argumento muy difícil de refutar.
-        - ¿Cómo se llamaba el doctor Amor?, me pregunta.
-         -Javier Amorino.
-         -Bueno, ahora decí “Amorino” al revés.
Mi madre se ha vuelto muy sagaz desde que se murió.

lunes, 7 de abril de 2014

¡Ieee-eeeeh!



Hace veinticinco años dos amigos de la adolescencia me tendieron una trampa. En ese momento fue un suceso intrascendente y fácilmente olvidable, cuyo verdadero trasfondo no pude entender hasta hace pocos minutos. Recién ahora, a los cuarenta años, revisando papeles que mi viejo guarda en su mesa de luz, me di cuenta de algo que Daniel e Iván hicieron a mis quince años para que cayera como un pichón en la jaula.
Por aquella época yo me había hecho una falsa fama de escritor o de intelectual. Daniel e Iván desconfiaban de mi supuesta inclinación por los libros y la escritura, pero en general se comportaban como si respetasen mi forma de ser, que por cierto no era nada fácil de sobrellevar. En esa época yo era muy pedante y, al igual que ahora, tenía más ínfulas que voluntad. También es cierto que, para sobrellevar esa malhabida fama de literato, pasaba días enteros leyendo libros que no entendía solo para justificar mi supuesta inclinación intelectual. También, de vez en cuando, escribía algún largo cuento y luego insistía a mis amigos para que los leyeran, cosa que a veces hacían con un fingido pero notablemente disimulado interés. A veces yo aprovechaba alguna reunión para leerles en voz alta lo que había escrito. No todos me oían con atención; algunos bostezaban y en general me decían “qué bueno” solo para que me callara de una vez.
Por supuesto, cada tanto alguno de mis amigos también escribía algo. Quizás era la introducción para un cuento o un poema. Al principio ellos me los leían, creyendo que yo iba a estar feliz de que compartiéramos mutuamente nuestros escritos. Nada más lejano: esa era mi ocasión para defenestrarlos de la peor manera posible. Les criticaba la ortografía, la ingenuidad en el tratamiento del tema, la falta de preparación para escribir una ficción mínima, la dicción pésima y el hecho (que yo me encargaba de subrayar) de que ellos no habían leído las docenas de libros que yo sí. Una cosa es que ellos tuvieran el privilegio de escuchar mis creaciones literarias. Otra muy distinta es que yo les hiciera el enorme favor de aguantar sus pésimos garrapateos.
Al poco tiempo ya nadie quería escuchar mis escritos ni darme los suyos para que los leyera. Era fácil entender por qué.
Pero una tarde Daniel e Iván, quienes siempre se habían comportado como si aceptaran mis admoniciones y mi supuesta erudición literaria, vinieron con un poema. Iván me dijo que había estado toda la noche anterior componiéndolo, y quería leérmelo. “¿Toda la noche?”, le pregunté entre sorprendido y desconfiado. “Sí. Estuve desde las doce de la noche hasta las seis de la mañana, porque lo escribí varias veces. Lo arreglé, taché, pensé mucho y me salió esto. ¿Qué te parece?”
Aquella vez algo me pasó mientras leía el poema en silencio. No era muy largo, y no me explicaba por qué Iván, un chico con plata que soñaba con ser aviador y que nunca en la vida había escrito nada, de pronto pasaba una noche entera escribiendo trabajosamente un poema. Un único poema de veinticuatro versos, sin rima, pero con una cadencia extraña y ligeramente torpe. Vagamente recuerdo que hablaba sobre la noche, sobre una bomba, sobre una película. Los versos no tenían un contenido fuerte y definido, y a la mitad del poema leí la frase cuya presencia hizo que recordara hasta hoy aquel suceso: “La cueva del perico”. Mientras leía pensaba que ningún poema serio, trabajado a conciencia durante arduas horas, podía contener la expresión “la cueva del perico”. Con cierta ambigüedad, el poema parecía tocar diversos temas muy generales, como pinceladas, pero de golpe aparecía “La cueva del perico” con esa contundencia ferozmente banal que tienen las palabras cuando pretenden tener una profundidad de la que carecen.  
Supongo que hice algunos rictus de desagrado mientras lo leía. Tal vez se notó un respingo en mi cara cuando vi “la cueva del perico” rematando un verso sin rima y sin métrica aparente. Pero esa vez fui ecuánime en mi apreciación. Le dije a Iván (y a Daniel, quien también esperaba mi veredicto) que no lo entendía, pero lo importante era saber qué había querido decir con eso, y que si a él lo conformaba estaba bien y yo no era quién para juzgarlo. “Bueno, pero ¿tiene calidad literaria?”, preguntó, insistente. “Claro, sí, la tiene. Lo que pasa es que no lo entiendo, pero se nota que hay laburo”. En realidad no sé por qué fui tan diplomático, pero ahora me alegro bastante de haberlo sido. Lo cierto es que no me había gustado en lo más mínimo; no le encontraba sentido a esa perorata de veinticuatro versos y cada palabra que leía me parecía una pérdida de tiempo. Además me disgustaba la utilización de signos de admiración, la aparición de nombres propios de personas desconocidas y algunas exclamaciones inarticuladas que se repetían a lo largo de las amorfas estrofas. Después de eso, tanto Iván como Daniel se fueron y nunca más hablaron de sus escritos.
Me fui olvidando de este suceso hasta hace unos minutos.
Mientras revisaba el cajón de la mesa de luz de mi viejo, encontré manuales de instrucciones de videocaseteras, recetas de medicamentos, algún cuadernillo con anotaciones de teléfonos y direcciones, discos viejos y, entre todo eso, tres compact disc, uno de R.E.M., otro de Jon Anderson y otro de Los Redonditos de Ricota.
Los discos eran originales. Saqué la cubierta del tercero y me puse a hojear las letras de las canciones. Me detuve en el fragmento de una canción de Los Redonditos que yo mismo había cantado decenas de veces: “Ji Ji Jí”:

Este film da una imagen exquisita
chicos son como bombas pequeñitas
El mejor camino a la cueva del perico
para tipos que no duermen por la noche.
No lo soñé -¡ieee-eeeeh!
Ibas corriendo a la deriva
No lo soñé -¡ieee-eeeeh!
los ojos ciegos bien abiertos.


Fue un descubrimiento casi mágico. ¡Veinticinco años después, volvía a aparecer delante de mí la expresión “la cueva del perico”, pero esta vez en una letra de los Redondos del disco Oktubre, editado hace veintiocho años! Y la canción entera – corroboré- tenía veinticuatro versos.
Ahí lo entendí claramente.
Imagino la escena como si la hubiera vivido.
Iván y Daniel, hartos de que yo me creyera capaz de juzgar la calidad de los escritos ajenos, decidieron tenderme una trampa. Copiaron a mano la letra de “Ji ji jí” del disco que hacía poco se habían comprado y me la dejaron para que la leyera. Si yo decía que era una porquería, entonces ellos concluirían que mi conocimiento sobre literatura era puro humo, porque nadie que conociera sobre poesía podía decir que las letras de las canciones de Los Redonditos eran malas. A esa edad, Los Redonditos eran un parámetro razonable de lo que significaba una buena poesía. 
Por suerte para mi, fui bastante benigno en mi apreciación y ellos simplemente se retiraron sin decir nada más. Pero si hubiera dicho “Es una porquería, está mal escrita, no tiene rima, no tiene sentido, contiene grititos tipo '¡Iéee- éeeh!', no sabemos de qué carajo habla ni por qué por qué putísima razón habla de la cueva del perico”, seguro que me echarían en cara enseguida cuál era el verdadero origen de ese poema supuestamente escrito en una larga y sudorosa noche de arrebato poético, y ahí quedaría yo, expuesto como el miserable charlatán pseudointelectual que en verdad era, criticando sin saber la letra de un auténtico poeta. Pero gracias a que no respondí como ellos esperaban, desactivé su trampa y solo muchísimos años después conocí la tímida e insidiosa argucia que desbaraté en ese suceso. Es muy curioso cómo el montaje de una trama fugaz, urdida entre dos amigos, puede sobrevivir décadas hasta que es descubierto cuando ya no puede hacer daño y no hay a quién pedirle revancha. Pero, sobre todo, me sorprendió notar cómo una de las últimas estrofas de esa canción de Los Redonditos parecía referirse precisamente a este suceso y a mis ya abandonadas ínfulas de crítico literario tirano:


El montaje final es muy curioso,
es en verdad realmente entretenido
vas en la oscura multitud desprevenido
tiranizando a quienes te han querido.

martes, 18 de diciembre de 2012

La magia en las fotos



Todavía hoy, a hace casi un mes de la fiesta del cuarto cumpleaños de Isabella, tengo el sabor agridulce de un festejo perfecto mezclado con un recuerdo inquietante. Hace casi un mes invitamos a compañeros de jardín, amigos y parientes a una casita de fiestas, de esas que tienen un salón ambientado para que los niños jueguen, salten, trepen, pinten y corran mientras los adultos conversan y beben cerveza en otro salón bajo el amparo del aire acondicionado.
Fue una de esas reuniones perfectas e idílicas. Siempre sospeché que, cuando un grupo de personas se divierte, sale mejor en las fotos. De hecho, las fotos tomadas en una fiesta aburrida son para el olvido o la parodia. Pero cuando alguien la está pasando realmente bien, las fotos en las que esa persona aparece tienen algo ligeramente místico. Pues bien: todos los videos y fotos de esa tarde tuvieron ese toque mágico, como si una luz especial iluminara a los adultos y, especialmente, a los niños, en el momento en que eran capturados.
Quizás la felicidad de ese día hubiera sido completa, de no ser por un suceso horrible que había acontecido dos o tres meses antes y que no tenía relación directa con nuestra fiesta. Ese suceso estaba destinado a teñir de una pegajosa melancolía a toda esa tarde.
Las casitas de fiesta deben reservarse con algunos meses de anticipación. El origen de esa melancolía aconteció cuando Irma y yo fuimos al salón para reservarlo, quizás en agosto o septiembre (el festejo era en noviembre). Mientras esperábamos en el lobby, sentados en cómodos sillones, una señora mayor se puso a dialogar con nosotros. Su nombre era Élida (o algo así). Élida era la abuela de Tino, un niño que iba a cumplir cuatro años, como Isabella, pero ella iba a reservar –según sus palabras- “cuanto antes, si es para este fin de semana mejor”. Le preguntamos qué día cumplía Tino, y ella respondió: “Falta casi un mes, pero los papás de Tino tienen que hacer un viaje, así que se lo festejan antes”.
Nos pusimos a hablar sobre los precios de las casas de fiestas y sobre la diferencia enorme entre los cumpleaños actuales y los de nuestra época. Recordamos que, en nuestra infancia, jamás se nos hubiera ocurrido pedir que nos alquilen un salón equipado para festejar. El cumpleaños se hacía íntegramente en la casa del anfitrión, y allí solo había jugo de naranja –rara vez Coca Cola-, alfajorcitos, chizitos, torta y luego juego de fútbol en el patio hasta cualquier hora.
Cuando salió la dueña de la casita para atendernos, lo primero que hizo fue comunicarle a Élida que no había turnos disponibles para esa semana. “Qué lástima”, dijo la abuela. “Andamos apurados y no consigo salón”. Luego nos entregó el recibo de la seña y salimos todos juntos.
Ya en la calle, Irma le pregunta a Élida si había consultado otras casas de fiestas, o si no había pensado en alquilar un salón, algún castillo inflable, una plaza blanda. “Sí, lo pensé. Pero no tenemos mucho tiempo”, recalcó. Mientras caminábamos yo hice una mala pregunta. Una de esas preguntas de las que uno se arrepiente un segundo después de haberla formulado.
Mi mala pregunta fue: “¿Adónde se van de viaje? ¿Por qué están tan apurados en festejar ahora el cumpleaños de Tino?”
En ese momento Élida no me respondió y su rostro (esto no lo vi, me lo contó Irma) adoptó un rictus de amargura. Al principio no supe cómo interpretar esa reacción (el silencio, no el rictus que no vi). Pero unos segundos después me surgió con claridad una hipótesis espantosa: Tino está enfermo; sus padres y él viajan para hacerle una operación. Por eso están apurados en festejar.
Irma me hizo un gesto de reproche. La señora, una desconocida con la que intercambiábamos una conversación amable en la vereda, ahora estaba llorando. No era buen momento para despedirla y separarnos.
“Perdónenme”, dijo unos metros más adelante, después de secarse algunas lágrimas. “Es que todo fue tan doloroso, y nosotros tenemos tan poco tiempo. Tan poco tiempo”, repetía.
“Tino es el único nieto que tengo, y le prometí que le iba a festejar el cumpleaños. Mi hija le juró que lo iba a llevar a un parque de diversiones a algún lugar de Europa. Queremos cumplir con nuestras promesas. Nada más”.
Caminamos otros metros en silencio. Ni Irma ni yo nos atrevíamos a agregar nada: estaba claro que Tino no estaba bien. Pero la verdad era un poco más retorcida que eso:
- Tino falleció hace una semana por las complicaciones de una infección pulmonar que arrastró durante meses. Por eso, queremos hacer un festejo para su cumpleaños. Y mi hija y mi yerno querían viajar a Eurodisney con él… Pero se van a conformar con algún parque de diversiones en Argentina.
Era inquietante escuchar a esa mujer, ya casi repuesta del llanto inicial, narrando fríamente la muerte de su nieto. Sin embargo, todavía quedaban más sorpresas en su relato.
- Pero no nos basta con hacer un festejo o un viaje simbólico. Le prometimos que lo íbamos a llevar a él a ese viaje. A él le prometí su cumpleaños. Por eso, mi hija y yo decidimos que no lo íbamos a enterrar. Compramos un ataúd de cristal con refrigeración interna; le suministramos a su cuerpo unas inyecciones para retardar la descomposición y el rigor mortis. De hecho, contratamos a una persona que es experta en extender los plazos de conservación de un cadáver. Tenemos pensado mantener su cuerpo todo lo que se pueda. Queremos que en su cumpleaños vengan sus amiguitos y sus primos, y que lo incorporen a él como parte de sus juegos cotidianos, como hacían cuando estaba vivo. Queremos que Tino se suba a la montaña rusa, aunque sea en su ataúd. Estamos seguros de que lo va a disfrutar, aunque esté inmóvil en ese féretro ambulante.”
Por suerte, llegamos a una esquina y Élida se despidió. Seguimos caminando, inquietos y desolados. Nos alivió que esa mujer fuera una desconocida, lo cual nos abría la esperanza de no volver a escuchar nunca más cómo se había desarrollado esa historia aterradora.
Pero la cosa no terminó allí. Por una de esas malditas coincidencias, volvimos a encontrarnos a Élida un mes y medio después, en la cola de un supermercado. “Por fin Tino tuvo su día de fiesta”, nos dijo, mientras nosotros fingíamos que no nos interesaba. “Hay una casa funeraria que se dedica a festejar cumpleaños y a organizar viajes con los muertos queridos. De hecho, hay parques de diversiones, casas de fiestas, calesitas y espectáculos para niños muertos.”, contó.
-Miren, acá tengo algunas fotos –nos dijo, sacando su cámara digital. Las fotos se veían pequeñas, y tratábamos de no mirarlas mucho. De hecho, no queríamos verlas (no queríamos ponerle rostro a Tino, ni conocer detalles del peregrinaje de su cuerpo; no queríamos que nuestra memoria grabara esas imágenes). El pequeño féretro translúcido al lado de la torta con las cuatro velitas. Un grupo de niños haciendo una ronda alrededor del ataúd. Una grotesca calesita sin caballitos ni camiones, sino con sarcófagos. Una montaña rusa negra y alguien que saluda desde muy lejos, sentado en un carrito con un cajón al lado. Una foto extraña, de un grupo de niños amarrados por una especie de arnés. Todos los niños parecían dormidos. “Mi hija, mi yerno y Tino viajaron con otras familias con hijos muertos. Esta es una foto grupal de los compañeritos de viaje. Sacamos a todos los muertitos de su ataúd para la foto y los sentamos con un arnés. Creo que es la más tierna de todas”.
Algo me llamó la atención de esas fotos, y especialmente la última, la grupal: tenían ese toque mágico de una instantánea donde todos parecen pasarla bien. La foto me decía que los niños muertos estaban disfrutando de ese viaje. 

Por suerte nos tocó pagar en la caja y nos despedimos para siempre de esa historia. 

Pero fue inevitable que el día del cumpleaños de mi hija; ese día en el que ella disfrutó, corrió, se rió, jugó, pintó, cantó, bailó, comió torta con sus amigos; ese día, digo, fue inevitable recordar con angustia el semblante impávido de ese niño mudo, inmóvil y envuelto en las tinieblas de la muerte que también festejó su cumpleaños y que, por un extraño efecto fotográfico, la pasó igual de bien que mi hija.